10 marzo 2011


Ya ves qué tontería,
me gusta escribir tu nombre,
llenar papeles con tu nombre,
llenar el aire con tu nombre;
decir a los niños tu nombre,
escribir a mi padre muerto
y contarle que te llamas así.
Me creo que siempre que lo digo me oyes.
Me creo que da buena suerte.
Voy por las calles tan contenta
y no llevo encima más que tu nombre.


Gloria Fuertes.

28 diciembre 2010

LA BANCA DE LA ESTACIÓN EN LA QUE NADIE NUNCA SE SENTABA.

No será la última ni la primera, quien irá a no querer esperar como quien espera en una estación de tren a alguien que, quizás, no va a existir. O que existe, pero quien no vendrá a encontrarse con la que lo espera.
El tren, como la vía poética de los amores. De estarse, de ser, tocarse. Saberse, sin saber si se encontraron. Si son o no. De dejarse. De no estar.
Llego a la estación puntual como todas las noches. A ser paciente. A esperar.
Me gusta sentarme en donde todos nunca se sientan. Alejada, de quien no quiere ser la primera en entrar al tren, pero tampoco ser la última.
Observar a toda esa gente: apresurada, taciturna, cansada, alegre, triste. Los rostros y las expresiones de una historia que llevan tejida al cuerpo. En algunos se lee fácil con verles. Otros, la esconden bien.
Ahí atrasito no me veo. Poquito, para no para llamar la atención. Me gusta subir al último tren de la noche. A ese que se lleva los ecos de las voces de todo un día de ir y venir. Los trenes como la oscuridad, también susurran. En la estación y dentro del vagón, quedan los restos de sudor de cuerpos amontonados, de ojos abarrotados por otros ojos: fantasmas de miradas. Los besos ausentes de las parejas que estuvieron ahí. Que están. Caricias ajenas. Caricias no dadas. Caricias sin querer caricias.
Sin darme cuenta, me había quedado absorta mirado fijamente las vías, hasta que los jadeos de alguien se habían alojado en mis oídos. Sacándome así, del ensimismamiento.
La chica se encontraba en una de las otras bancas en las que nadie se sienta. Su cuerpo parecía tan frágil que cualquier ramalazo violento podría quebrarla. Pero ya estaba quebrada, lloraba. Se le deshacían los ojos con imprudente insistencia. Tenía el cabello espeso, largo y castaño. Inhalaba el aire con dificultad por el impulso del llanto, se le veía en el pecho. Y el vaho que exhalaba era tan denso como si en cada suspiro parte de ella le abandonara el cuerpo.
Quise levantarme para preguntarle si encontraba bien. Sin embargo, la pena de acercarme pudo más para enterrar los pies en el cemento. Me mordía los labios con ansia. ¡Es que ella no paraba de llorar!
Vi a alrededor, queriendo encontrar a alguien más que le estuviera observando. Nada. Nadie. Todos sumidos en sus propios asuntos. Como si la muchacha de ahí no existiera. Era la única quien la había notado, quien la había escuchado.
La extraña llevaba un ligero atuendo para el frío burdo que hacía; unos jeans color gris; una blusa roja con flores de distintos colores y una chamarra negra muy delgada. Era como si ésta la tuviera pegada al cuerpo sin defenderla. El frío estaba calándola por dentro y por fuera. Ella parecía tan ida que no se daba cuenta. Lloraba negro. En las mejillas se le podía ver cómo le corría el delineador negro envuelto en lágrimas. Una persona desgarrada. Eso era. No cesaba. No paraba de llover. Sola y abierta. Exponiendo las entrañas como de quien recién ha sido herido de muerte. No se le veía, pero sangraba.
Sentí la urgente necesidad de ir y abrazarla, decirle que todo estaría bien, que todo lo que pasó un día iba a sanar. No a olvidarse, pero si la cicatriz dejaría de doler. Que las lesiones por el combate contra los sentimientos, los recuerdos y la ausencia: se pierden. No por ello se deja de pelear. Los vacíos nunca van a llenarse pero el tiempo los hace más llevaderos.
Quería decirle e inventarle todo para que dejara de llorar. Limpiarle los ojos con el dorso de mis manos. Protegerla de aquello que quisiera volverla a romper. Acariciar su desgarre y que dejara de dolerle. Mi cuerpo estaba tan adherido al piso que no podía moverme. Entonces comencé a sentir una extraña sensación de conocerla. Sentir que un fragmento de mi le pertenecía a esa extraña.
Hace un año.
Ella era yo.
Fui yo.
Por eso nadie la había visto. Esa imagen que todas las noches veía pero que no recordaba hasta volver a esperar en la estación. Mi imagen, desgarrada.
Temblé. Sentí como el frío comenzaba a agrietarme la piel aunque llevara la chaqueta cerrada hasta el cuello.
Esa noche. La noche en que me habían roto el pecho sin piedad alguna. La extraña poco a poco empezó a disiparse y ser uno Todo con el aire frío que perfora los huesos.
Mi cuerpo estaba a punto de flaquear, mis ojos querían desbordarse y me quería hacer ovillo para mitigar el dolor que ya no dolía más que por inercia.
Hasta que una voz, que había conocido ahí mismo, dijo:

—Nunca vas a dejar de tener esa mirada, ¿verdad?

Salí de mi propio desconcierto y lo miré como si todo lo anterior él lo borrara con su voz. Olvidándome también de respirar. Se sentó a mi lado y esperó hasta que pudiera articular palabras.

—No. Es la mirada con la que te enamoré.

Los vacíos también existen en común, y nosotros los teníamos. Fue la manera en cómo nos ocurrimos. De la casualidad que no queríamos salvarnos. Se acerco y me dio un beso. Me tomo de la mano y me llevo cerca de la gente que esperaba para abordar el tren. Era el único que sabía que callaba después de recordar el episodio, hasta estar dentro del vagón y encontrar asientos disponibles. Luego yo era la que rompía el silencio, y todo lo demás, antes de ese momento, del quiebre. Antes de esperarle y sentir que cada noche iba a una estación de tren a esperar a alguien que no existía. Que no esperaba para encontrar al esperado. Incluso antes de sabernos.
Todo, todo, menos ese instante perpetuo con él en el vagón perdía sentido.
Respire, lo miré y pensé, "Estaremos bien. Vamos camino a casa".




"SIGUIENTE ESTACIÓN"

Este relato forma parte de una recopilación de varios relatos dentro del proyecto "Siguiente estación", coordinado por @seacaboeljabón.

Otras paradas:








29 noviembre 2010


Tiene frío porque está sola, ningún contacto enciende el fuego que lleva en su interior. Está enferma, porque los más altos y dulces sentimientos que un ser humano puede probar usted no los alcanza. Y es tonta porque, a pesar de que sufre mucho, no llama a nadie para que venga en su ayuda, ni da un paso hacia el lugar donde ese socorro la espera.




Charlotte Brontë.

27 noviembre 2010

ANDARES

Los pasos cansados, arrastrando el cuerpo hecho noche, besando en cada paso al suelo que le ve tallarse los ojos, convenciéndose que la tristeza se quita en una ráfaga de aspiraciones profundas.

Su andar pausado por los años que carga en cada uno de sus hombros, como cimientos poco firmes de una estructura a punto de derrumbarse. Los años, pocos. Pero el cuerpo sabe más de andares cuando se va por ahí, dejando caer pedazos de recuerdos en un abandono perpetuo.
¿Qué sería de nosotros sin los vacíos que fundan sus propias ciudades?
¡Ay, amor! ¡¿Qué será de mí?! De esta angustia que se anida a mis labios. Apenas logra decir en susurros.
Embriagarse de ella, de noches tejidas con su piel, le resulta más fatal que una botella de whisky. La resaca que deja, son los ojos podridos en agua vieja y la reciente, que tiene ya un olor a cañería. Las ojeras formando un todo con los huesos. Carroñeras, se comen a sí mismas. Las manos, con heridas pequeñas y medianas a causa de un ansia que se prometió, sin su consentimiento, torturarse. Y la voz, resquebrajada. El pecho, con un hueco mal excavado, dejando ver como sangra el alma. Se le extinguieron los ecos.
¡Ay, amor! ¡¿Qué será de mí sin tu pecho como orilla para este mar embravecido que amenaza con hacerme añicos si tus brazos no me sujetan?! ¡Ay, amor! Maldito día en el que mis ojos repararon en la sombra de tu silueta palpitante.