28 diciembre 2010

LA BANCA DE LA ESTACIÓN EN LA QUE NADIE NUNCA SE SENTABA.

No será la última ni la primera, quien irá a no querer esperar como quien espera en una estación de tren a alguien que, quizás, no va a existir. O que existe, pero quien no vendrá a encontrarse con la que lo espera.
El tren, como la vía poética de los amores. De estarse, de ser, tocarse. Saberse, sin saber si se encontraron. Si son o no. De dejarse. De no estar.
Llego a la estación puntual como todas las noches. A ser paciente. A esperar.
Me gusta sentarme en donde todos nunca se sientan. Alejada, de quien no quiere ser la primera en entrar al tren, pero tampoco ser la última.
Observar a toda esa gente: apresurada, taciturna, cansada, alegre, triste. Los rostros y las expresiones de una historia que llevan tejida al cuerpo. En algunos se lee fácil con verles. Otros, la esconden bien.
Ahí atrasito no me veo. Poquito, para no para llamar la atención. Me gusta subir al último tren de la noche. A ese que se lleva los ecos de las voces de todo un día de ir y venir. Los trenes como la oscuridad, también susurran. En la estación y dentro del vagón, quedan los restos de sudor de cuerpos amontonados, de ojos abarrotados por otros ojos: fantasmas de miradas. Los besos ausentes de las parejas que estuvieron ahí. Que están. Caricias ajenas. Caricias no dadas. Caricias sin querer caricias.
Sin darme cuenta, me había quedado absorta mirado fijamente las vías, hasta que los jadeos de alguien se habían alojado en mis oídos. Sacándome así, del ensimismamiento.
La chica se encontraba en una de las otras bancas en las que nadie se sienta. Su cuerpo parecía tan frágil que cualquier ramalazo violento podría quebrarla. Pero ya estaba quebrada, lloraba. Se le deshacían los ojos con imprudente insistencia. Tenía el cabello espeso, largo y castaño. Inhalaba el aire con dificultad por el impulso del llanto, se le veía en el pecho. Y el vaho que exhalaba era tan denso como si en cada suspiro parte de ella le abandonara el cuerpo.
Quise levantarme para preguntarle si encontraba bien. Sin embargo, la pena de acercarme pudo más para enterrar los pies en el cemento. Me mordía los labios con ansia. ¡Es que ella no paraba de llorar!
Vi a alrededor, queriendo encontrar a alguien más que le estuviera observando. Nada. Nadie. Todos sumidos en sus propios asuntos. Como si la muchacha de ahí no existiera. Era la única quien la había notado, quien la había escuchado.
La extraña llevaba un ligero atuendo para el frío burdo que hacía; unos jeans color gris; una blusa roja con flores de distintos colores y una chamarra negra muy delgada. Era como si ésta la tuviera pegada al cuerpo sin defenderla. El frío estaba calándola por dentro y por fuera. Ella parecía tan ida que no se daba cuenta. Lloraba negro. En las mejillas se le podía ver cómo le corría el delineador negro envuelto en lágrimas. Una persona desgarrada. Eso era. No cesaba. No paraba de llover. Sola y abierta. Exponiendo las entrañas como de quien recién ha sido herido de muerte. No se le veía, pero sangraba.
Sentí la urgente necesidad de ir y abrazarla, decirle que todo estaría bien, que todo lo que pasó un día iba a sanar. No a olvidarse, pero si la cicatriz dejaría de doler. Que las lesiones por el combate contra los sentimientos, los recuerdos y la ausencia: se pierden. No por ello se deja de pelear. Los vacíos nunca van a llenarse pero el tiempo los hace más llevaderos.
Quería decirle e inventarle todo para que dejara de llorar. Limpiarle los ojos con el dorso de mis manos. Protegerla de aquello que quisiera volverla a romper. Acariciar su desgarre y que dejara de dolerle. Mi cuerpo estaba tan adherido al piso que no podía moverme. Entonces comencé a sentir una extraña sensación de conocerla. Sentir que un fragmento de mi le pertenecía a esa extraña.
Hace un año.
Ella era yo.
Fui yo.
Por eso nadie la había visto. Esa imagen que todas las noches veía pero que no recordaba hasta volver a esperar en la estación. Mi imagen, desgarrada.
Temblé. Sentí como el frío comenzaba a agrietarme la piel aunque llevara la chaqueta cerrada hasta el cuello.
Esa noche. La noche en que me habían roto el pecho sin piedad alguna. La extraña poco a poco empezó a disiparse y ser uno Todo con el aire frío que perfora los huesos.
Mi cuerpo estaba a punto de flaquear, mis ojos querían desbordarse y me quería hacer ovillo para mitigar el dolor que ya no dolía más que por inercia.
Hasta que una voz, que había conocido ahí mismo, dijo:

—Nunca vas a dejar de tener esa mirada, ¿verdad?

Salí de mi propio desconcierto y lo miré como si todo lo anterior él lo borrara con su voz. Olvidándome también de respirar. Se sentó a mi lado y esperó hasta que pudiera articular palabras.

—No. Es la mirada con la que te enamoré.

Los vacíos también existen en común, y nosotros los teníamos. Fue la manera en cómo nos ocurrimos. De la casualidad que no queríamos salvarnos. Se acerco y me dio un beso. Me tomo de la mano y me llevo cerca de la gente que esperaba para abordar el tren. Era el único que sabía que callaba después de recordar el episodio, hasta estar dentro del vagón y encontrar asientos disponibles. Luego yo era la que rompía el silencio, y todo lo demás, antes de ese momento, del quiebre. Antes de esperarle y sentir que cada noche iba a una estación de tren a esperar a alguien que no existía. Que no esperaba para encontrar al esperado. Incluso antes de sabernos.
Todo, todo, menos ese instante perpetuo con él en el vagón perdía sentido.
Respire, lo miré y pensé, "Estaremos bien. Vamos camino a casa".




"SIGUIENTE ESTACIÓN"

Este relato forma parte de una recopilación de varios relatos dentro del proyecto "Siguiente estación", coordinado por @seacaboeljabón.

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5 comentarios:

  1. En verdad es fascinante pensar que quizás, como nosotros, las cosas a nuestro alrededor pueden observar todo lo que nos pasa y guardarlo en un rincón para volvérnoslo a enseñar cuando menos lo esperemos. Un recuerdo, le dicen.

    De nosotros depende cuanto puede afectarnos el volvernos a vivir en una banca de metro.

    Muy buen relato, un poco confuso el título, pero la narración comienza muy bien con poesía exquisita para adornar una historia bastante sensible que termina con una sonrisa y un "sigo en espera de la siguiente estación".

    Siempre es un gusto leerte.

    Besos.

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  2. Realmente me ha encantado, me llevaste a la escena y al lugar, pude verlo todo en mi mente y me enamoré de tu forma de escribir.
    Un beso linda.

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  3. Definitivamente eres una mujer romántica, con la poesía a flor de piel, y eso se nota en tus letras.

    Me gusta que a pesar de la tormenta de ella, al final se vislumbra la calma. El escenario es muy bueno.

    Besote, Aleida.

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  4. Me ha gustado mucho tu relato. En algunas líneas me sentí identificada. Uno de mis sueños es volver a viajar en tren.

    Abrazos y felicidades.

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  5. Con cuanta fidelidad logras describir la desolación. Esos vacíos que jamás serán suplidos ni resanados. Esos huecos del alma con los que uno tiene que aprender a caminar, a sonreír y a soñar. A buscar de nuevo el equilibrio aunque sea a trastabilleos. Hermoso. Gracias.

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