Entonces el sueño: la
imagen fija de una tráquea que se obstruye. El miedo.
Por las mañanas fue el
sabor de la asfixia. Y el precipicio, porque siempre el precipicio produce
náuseas y el sabor a hierro en la boca.
Durante setecientos
treinta días —o más, tuvo que ser más— desperté con la opresión en los
pulmones, esa fractura, el desgarramiento por el acto de inhalar.
Pero la sangre llega a
la quietud, así como todo aquello que se rompe en la orilla.
Ahora sólo queda el
espasmo. Porque el espasmo, siempre el espasmo, recuerda desde la precisión de
un cuerpo yaciendo en multitud.